DARIO POR DARIO
Manuel Aragón Buitrago
Inicialmente
pensé titular este esbozo, “Ni genio, ni original”, pero, dado el caso qué,
renunciando a mi discurso le cedo la intervención medular a Darío, opté por el
cambio.
En
esta festividad del primer centenario de la muerte de Darío, se ha caído hasta
lo indecible en una vorágine de alabanzas al poeta que no conoce límites, se ha
llegado a colmar el sentido del empalago. Pseudos escritores salidos de las
tenebrosas tinieblas de la ignorancia, han sido publicitados hasta el mareo y
el empacho cerebral. Afortunadamente, la ilustración, es una impenetrable
coraza para el hombre culto, pero el daño ocasionado en el pueblo ignorante es
irreversible. “el orador – dice Sócrates-, no tendrá ventajas sobre las
personas instruidas”.
“El
objeto de la deliberación – enseña Aristóteles-, no es el objeto sobre que
pueda deliberar un imbécil o un demente; sino sobre el que delibera un hombre
que está en pleno goce de su razón”. En efecto, siguiendo el consejo del
estagirita, no voy a contender con quienes no me van a entender. Si Darío
aconseja odiar a los tontos, de acuerdo al precepto cristiano, más bien hay que
compadecerlos a pesar del daño que hacen a terceras personas. “El tonto es vitalicio
– sentencia el respetable Don José Ortega y Gasset-, es como esos insectos que
no hay manera de extraer fuera del orificio en que habitan, no hay manera de
desalojar al tonto de su tontería”.
Cedo,
pues, la palabra, a Don Rubén Darío, que él se encargue de convencer a sus adoradores
de que no fue, ni genio, ni original. En el Tomo I, de sus Obras Completas
editadas por Afrodísio Aguado, cuenta en su autobiografía: “Yo tenía, desde
hacía mucho tiempo como una viva aspiración el ser corresponsal de La Nación,
de Buenos Aires. He de manifestar que fue en ese periódico donde comprendí a mi
manera el manejo del estilo, y que en ese momento fueron mis maestros de prosa
dos hombres muy diferentes: Paúl Groussac y Santiago Estrada, además de José
Martí, pero de un modo decidido, Groussac fue para mí el verdadero conductor
intelectual”.
Si
este testimonio no basta, sus confesiones en su artículo “Los colores del
estandarte” quizás redima del error en que se ha vivido. Oigámosle: “Tengo, por
fin, que tratar de mi obra y de mí mismo. Los maestros que me han conducido al
galicismo mental de que habla Don Juan Valera, son, algunos poetas parnasianos,
para el verso, y usted, para la prosa. Si, Groussac con sus criticas teatrales
de La Nación, en la primera temporada de Sara Bernard, fue quien me enseñó a
escribir, mal o bien, como hoy escribo. Conocí al señor Groussac en Panamá,
cuando él iba a la exposición de Chicago y yo venía a Buenos Aires vía París.
Ya era el santo de mi devoción destinado a ocupar un puesto en mis futuras hagiografías
literarias. Le visité con la emoción de Heine delante de Goethe. Es la verdad:
delante de la autoridad magistral, delante de los espíritus superiores, soy
modesto y respetuoso”.
“En
Europa conocí a algunos de los llamados decadentes, a los buenos y a los
extravagantes. Elegí a los que me gustaron para el alambique. A cada uno le
aprendía lo que me agradaba, lo que cuadraba a mi sed de novedad y a mi delirio
de arte los elementos que constituirían después un medio de manifestación
individual.” Usted lo ha revuelto todo en el alambique de su cerebro”, dice el
siempre citado Valera”.
El Sabio argentino José Ingenieros, amigo de Darío en
sus días bonaerenses, expone: “Seguir una escuela es la manera infalible de no
tener estilo personal. En cualquier arte, sólo puede adquirir estilo propio
quien repudia escuelas y detesta modas, pues unas y otras tienden a imponer
marcos prestados a las inclinaciones naturales”.
“El
mérito principal de mi obra, si alguno tiene – dice Darío-, es el de una gran
sinceridad, el de haber puesto mi corazón al desnudo, y de haber abierto de par
en par las puertas y ventanas de mi castillo interior”.
No
hay que profanar su memoria cerrando las puertas y ventanas que él nos abrió,
sería herirle su desnudo corazón. Asomémonos a su castillo interior y disfrutemos
sus confesiones.
Por
divulgar su pensamiento hasta hoy escondido suspicazmente, hay quienes desean
condenarme, como Don Quijote a Sancho Panza,
“al áspero mandamiento del silencio”, pero aún queda mucho por desentrañar
en la Caja de Pandora. Esperen.
Escritor y poeta
Tel. 2268-9093
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