Ignacio
Ramonet y yo
Manuel Aragón Buitrago
Durante el mes de marzo del
2006, visitó nuestro país el periodista franco-español Ignacio Ramonet,
portador de un brillante currículum vitae; el ilustre
visitante brindó una conferencia el 31 del mes mencionado en el Instituto de
Historia de Nicaragua y Centroamérica en la Universidad Centroamericana (UCA)
de Managua.
Sin pretender opacar la
brillantez de Ramonet, creo no obstante que estuvo dislocado en algunos
aspectos de su discurso. No tuve la oportunidad de estar presente, pero supongo
fue premiado con efusivos aplausos, como suele acontecer en dichos eventos.
Meditación, reflexión e
investigación, son tres factores que me han decidido a diseccionar con el
bisturí de la crítica lo expuesto por Ramonet, ya que en esta vida hay cosas
que leo y oigo, que mi intelecto se resiste a digerir, y me recuerdan las
palabras del ateniense Sócrates, cuando en el diálogo platónico Fedro le dice a
este: “Algunas veces siento el deseo de enjuagar con palabras potables el
amargor de lo oído”.
Para abreviar, extraeré en
forma ordenada la parte medular del tema a discutir, lo cual expongo a
continuación: “Montesquieu no pensó que era necesario crear otro poder para que
la democracia fuera más perfecta”; “En el siglo XIX surgió un nuevo actor en la
vida social: lo llamamos la opinión pública”.
“En Francia, la entrada en
escena de la opinión pública que es a la vez la entrada en escena de los
intelectuales, se produjo en torno a lo que se llamó el caso Dreyfus. Un
capitán del ejército francés, Alfred Dreyfus, en la década de 1890 fue
condenado por espiar a favor de Alemania, pero la opinión pública comenzó a
movilizarse y se consiguió demostrar que Dreyfus no había sido condenado por
espía sino porque era judío, y la opinión pública consiguió que se diese marcha
atrás y se rehabilitase al capitán Dreyfus. Entonces surgió el término ‘Cuarto
Poder’, que es una expresión francesa, aunque muy usada por los analistas
norteamericanos.”
Todo lo anterior analizado a
través de la lupa de Herodoto, la historia, me da como resultado el siguiente
cociente:
Charles de Montesquieu, autor
de El
espíritu de las leyes, paso trascendental en la jurisprudencia moderna,
no fue más allá de Aristóteles, quien ya en La política había
definido los tres Poderes del Estados: el Legislativo, el Ejecutivo y el
Judicial: Libro VI, capítulos XI, XII y XIII respectivamente de la obra
mencionada.
De acuerdo con Ramonet, la
opinión pública y el término “Cuarto Poder” surgen en Francia en el siglo XIX.
La opinión pública nos la
describe ya Miguel de Cervantes en 1605 en el “Prólogo” de la primera parte de Don
Quijote de la Mancha de la manera siguiente: “Muchas veces tomé la
pluma para escribille, y muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; y,
estando una suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el
bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría, entró a deshora un amigo
mío, gracioso y bien entendido, el cual, viéndome tan imaginativo, me preguntó
la causa; y, no encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el prólogo que había
de hacer a la historia de don Quijote, y que me tenía de suerte que ni quería
hacerle, ni menos sacar a luz las hazañas de tan noble caballero.
—Porque, ¿cómo
queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que
llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el
silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda
seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de conceptos
y falta de toda erudición y doctrina (…)?”
Ese antiguo legislador llamado
vulgo a quien alude Cervantes, ¿no es pues ya, una opinión pública a quien se
teme?
La entrada en escena de los
intelectuales franceses se produce en el siglo XVIII mediante la publicación,
por Denis Diderot y Jean D’Alembert, de la monumental Enciclopedia (1751-1772,
33 volúmenes), considerada madre nutricia de la Gran Revolución francesa.
El término “Cuarto Poder” es
hijo del siglo XVIII, no del XIX, y su paternidad se le atribuye al inglés Edmund
Burke (1729-1797). “A Burke —dice mi fuente—,
célebre escritor, orador y político inglés, se le atribuye el haber designado
así por primera vez a la prensa, dando con ello una prueba de su perspicacia
política, pues en aquel entonces no había logrado la prensa aún, ni en la misma
Inglaterra, la extraordinaria preponderancia que luego había de alcanzar en
todos los países libres”.
El
proceso Dreyfus
En este capítulo de su
disertación, el yerro de Ramonet no puede pasar desapercibido por los
conocedores de la historia. Pone como heroína a la opinión pública y a los
intelectuales, cuando en realidad la susodicha opinión pública, la prensa, las
autoridades judiciales, la Iglesia católica con sus huestes y los intelectuales
estaban en contra de Dreyfus y a favor del Ejército.
El ítalo-francés, Émile Zolá,
fue el verdadero héroe de esta jornada.
El 22 de diciembre de 1894, el
capitán Alfredo Dreyfus, inculpado de traición, fue condenado por un Consejo de
Guerra a la degradación militar y a la deportación perpetua a la Isla del
Diablo, en la Guayana francesa.
Zolá, ya famoso escritor, en un
principio creía en la culpabilidad de Dreyfus, y no fue sino hasta tres años
después, en 1897, que, convencido de su inocencia, decide tomar partido en su
defensa.
La publicación de uno de sus
artículos sobre el asunto en el diario Le Figaro despierta cierto
descontento en la administración del periódico; entonces, en busca de libertad
y de un espacio no limitado, se decide por continuar su campaña a favor de
Dreyfus por medio de folletos.
El Yo
acuso, un bello detonante
La absolución por un Consejo
de Guerra de Ferdinand Walsin Esterhazy, el verdadero culpable, el 11 de enero
de 1898, impulsa a Zolá, en su tercer folleto, a enviar una carta al señor
Félix Faure, presidente de la República. Ya en dicha carta Zolá estalla en
indignación.
“Un Consejo de Guerra —dice
Zolá—, obedeciendo órdenes, se ha atrevido a absolver a
Esterhazy, afrenta suprema a toda verdad, a toda justicia. Este es el fin,
Francia tiene esta mancha sobre la frente, y la Historia escribirá que bajo
vuestra presidencia se cometió semejante crimen social. Puesto que ellos se han
atrevido, yo me atreveré también. Diré la verdad porque he prometido decirla,
en el caso de que la justicia, regularmente coactada, no la dijera, plena y
completa. Mi deber es hablar; yo no quiero ser cómplice. Mis noches estarían
turbadas por el espectro del inocente que expía, allá lejos, con la más
afrentosa de las torturas, un crimen que no ha cometido”.
Zolá inicia su carta al
presidente Faure con su escalofriante “Yo acuso”:
“Yo acuso al teniente coronel
Paty de Clam de haber sido el diabólico obrero del error judicial,
inconscientemente, quiero creerlo, y de haber defendido luego su obra nefasta
durante tres años, mediante las maquinaciones más absurdas y culpables.
”Yo acuso al general Mercier
de haberse convertido en cómplice, cuando menos, por debilidad de espíritu, de
una de las más grandes iniquidades del siglo.
”Yo acuso al general Billot de
haber tenido en sus manos pruebas irrefutables de la inocencia de Dreyfus y
haberlas ocultado, habiéndose convertido así en cómplice de este crimen de lesa
humanidad y de lesa justicia, con un objetivo político y para salvar al Estado
Mayor comprometido.
”Yo acuso al general De
Boisdeffre y al general Gonse de haberse convertido en cómplices del mismo
crimen, uno por pasión clerical, sin duda, y el otro por ese espíritu de cuerpo
que hace del Ministerio de Guerra un arca santa, inatacable.
”Yo acuso al general De
Pellieux y al comandante Ravary de haber hecho un proceso perverso, y entiendo
por esto un proceso de la más monstruosa parcialidad, de cuya ingenua audacia
el informe del segundo es un monumento imperecedero.
”Yo acuso a los tres peritos
calígrafos, los señores Belhomme, Varinard y Couard, de haber redactado
informes mentirosos y fraudulentos, a menos que un examen médico los declare
atacados de enfermedades de la vista y del juicio.
”Yo acuso, en fin, al primer
Consejo de Guerra de haber violado el derecho, al condenar a un acusado por una
prueba secreta, y acuso al segundo Consejo de Guerra de haber ocultado esta
ilegalidad, obedeciendo órdenes, cometiendo a su vez el crimen jurídico de
absolver a sabiendas a un culpable.
”Al formular estas acusaciones
no ignoro que me pongo bajo el peso de los artículos 30 y 31 de la ley sobre la
prensa de 29 de julio de 1881, que castiga los delitos de difamación, y me
expongo voluntariamente.
”En cuanto a las personas que
acuso, no las conozco, nunca las he visto, no tengo contra ellas ni rencor ni
odio. Para mí solo son entidades, espíritus de descomposición social. El acto
que cumplo hoy no es otra cosa que un medio revolucionario para apresurar la
explosión de la verdad y justicia.
”Sólo tengo una pasión, la de
la luz, en nombre de la humanidad que tanto ha sufrido y que tiene derecho a la
felicidad. Mi protesta inflamada no es sino el grito de mi alma. Que osen,
pues, llevarme ante el Tribunal y que el proceso se realice a la luz del día.
¡Espero!”
El único periódico que se
atrevió a publicar la extensa carta de Zolá al presidente Faure fue el recién
fundado L’Aurore, dirigido por su amigo y prominente político Jorge
Clemenciau. Aparece publicada en el número 13 de dicho periódico en enero de
1898, ocupa toda la primera página, y en pocas horas se venden 300 mil
ejemplares.
El 7 de febrero de 1898, Zolá
comparece ante la Corte del Sena en París. El abogado general Van Cassel
dictamina: “Por nuestro honor y por nuestra conciencia, ante Dios y ante los
hombres, la respuesta del Jurado es: ¡culpable!”, y es sentenciado a un año de
prisión y tres mil francos de multa.
Se apela de la sentencia, y el
23 de mayo comparece ante el tribunal de Seine-et-Oise. Aquí es tratado con
incalificable grosería. El Tribunal es declarado incompetente para tratar del
asunto y el caso es trasladado a Versalles.
El 18 de julio comparece en
Versalles ante un ambiente completamente hostil. Abandona el Tribunal y es
condenado por rebeldía a un año de prisión y tres mil francos de multa.
Sus amigos se reúnen y
acuerdan que Zolá tiene que salir de Francia antes de que la sentencia le sea
notificada personalmente. El mismo 18 de julio parte para Inglaterra.
Más tarde escribirá: “El 18 de
julio de 1898 quedará como una fecha horrible en mi vida, la fecha en que
pareció que perdía toda mi sangre. Fue el 18 de julio cuando, cediendo a una necesidad
táctica, escuchando a los hermanos de armas que libraban conmigo la misma
batalla por el honor de Francia, tuve que separarme de todo lo que amaba y
sustraerme a todos mis hábitos de corazón y espíritu. Y después de tantos días
de amenazas e injurias, esta brusca partida fue seguramente el más cruel
sacrificio que se pudiera exigirme, mi suprema inmolación a la causa. Las almas
bajas y oscuras, que se imaginaron y repitieron que yo huía de la prisión,
dieron prueba tanto de villanía como de falta de inteligencia”.
Epílogo
del drama
El 5 de junio de 1899 regresa
de su autoexilio encontrando que la tempestad había amainado. De aquellos
gritos: “¡Mueran los judíos! ¡Viva el Ejército! ¡Vivan los generales!, ¡Abajo
Zolá!”, sólo quedaba el eco amortiguado por el tiempo en la intangible estela
del recuerdo.
Clemenciau, evocando la
condena, dirá más tarde en la tribuna del Senado: “Yo estaba allí cuando Zolá
fue condenado; éramos doce y, lo confieso, nunca esperé un despliegue de odio
semejante. Si Zolá hubiese sido absuelto, ninguno de nosotros habría salido
vivo”.
Sévérine, otro de sus fieles
amigos, describe lo siguiente: “Estuvimos en medio de la multitud, en plena
locura, al bajar la escalinata del Palacio de Justicia. Y entonces vi al héroe
con una altura que la humanidad no le ha conocido, solo a través de todos,
contra todos, sobre todos; un hombre así merece el nombre de héroe. Era lento y
miope; llevaba desmañadamente su paraguas bajo el brazo; tenía el aire de un
hombre de estudio. Pero cuando bajó una a una las gradas del Palacio de
Justicia, entre los gritos de la turba, los clamores de muerte, bajo una bóveda
de bastones levantados, era como un rey descendiendo bajo un arco de espadas la
escalera del Ayuntamiento, o como Matho bajando la gran escalera de Cartago en
Salambó. Es la más grande que he visto en mi vida, porque era el triunfo de una
conciencia, de una verdad, de una individualidad”.
Zolá no prestó el servicio
militar porque era miope, y cuando el general De Pellieux le echó esto en cara,
le respondió: “Hay muchas maneras de servir a Francia. Se la puede servir con
la espada y con la pluma. El general De Pellieux ha ganado sin duda grandes
victorias. Yo he ganado las mías. Con mis obras la lengua francesa ha llegado a
todo el mundo: esas son mis victorias. Dejo a la posteridad el nombre del
general De Pellieux y de Emilio Zolá, ella escogerá”.
Dreyfus estuvo prisionero en
la Isla del Diablo 12 años, de 1894 a 1906. Fue reincorporado al ejército, pero
no ascendido. Aun peleó en la Primera Guerra Mundial, 1914-1918.
El 21 de septiembre de 1902 se
rindió a la muerte el hombre que había dicho: “Siempre estaré en el partido de
los vencidos”. El dictamen médico fue “Asfixia por óxido de carbono”.
En su libro Opiniones
(1906), en el artículo “El ejemplo de Zolá”, Rubén Darío nos dice lo siguiente:
“Me informan —y hay que averiguar esto bien—, que Dreyfus ha
dado para el monumento que se levantará a Zolá trescientos francos…
‘¡Trescientos francos!’ Si esto es verdad, ese rico israelita, me atrevería a
jurarlo, ha sido culpable del crimen que lo llevó a la Isla del Diablo”.
El protagonismo audaz,
brillante y desinteresado de Zolá en el Proceso Dreyfus, no puede borrarse así,
porque así, de los archivos de la historia de la humanidad. Lo que soy yo, me
resisto a escanciar la copa del olvido con que Ramonet brindó a su auditorio.
Semanario 7 DIAS, Edición 519
del 21 al 27 de Mayo del 2007