sábado, 30 de abril de 2016

LA GRUA




LA GRÚA

Manuel Aragón Buitrago

Nuestra Revolución fue epopéyica, digna de ser cantada por homérico bardo. Se luchó con balas y canciones. Niños, mujeres y ancianos se fusionaron en un solo cuerpo bélico. La ciudad y el campo se unieron fraternalmente para la épica tarea. Eufóricos, mandábamos a nuestros hijos al combate como las madres espartanas que los despedían diciéndoles: “¡Vuelve con tu escudo, o sobre tu escudo!”.  Muchos, no volvieron.

He recopilado las cartas que nuestros hijos nos enviaron “desde algún lugar de Nicaragua”. Humberto Emilio en el Batallón 95-32; Manuel Orlando en las “Tropas Pablo Úbeda”; Roberto Rommel, cortando café. Estábamos orgullosos de ellos. Cierta vez que Humberto vino apermisado, gritaba dormido: “¡Allí vienen, allí están!”, Y sus gritos nos laceraban el alma. En una de las partidas del Batallón, fue su madre a despedirlo, pero ya se habían ido, se desmayó, hubo de ser atendida por un acompañante. Regresó llorando; pero las lágrimas aún fluyen a nuestros cansados ojos cuando juntos releemos sus cartas. Ya nuestro Humberto está muerto, decepcionado, emigró, murió físicamente en Alabama el primero de julio del 2004, pero espiritualmente, ya lo habían matado desde mucho antes.


Vivimos en Altagracia, sector de “La Racachaca” hace 62 años, hasta hace poco, tranquilos, mi esposa tiene 84 años, yo, 92. Nuestros hijos y nietos nos visitaban trayéndonos alegría, pero eso terminó, ha aparecido una grúa apoyada por agentes irónicamente llamados “del orden” que se lleva los vehículos estacionados frente a nuestras casas.


Nuestra calle tiene capacidad de cuatro carriles, sede de diversos negocios, si un cliente parquea su vehículo, aparece la grúa. Los camiones licoreros permanecen horas estacionados y hasta ponen conos rojos conscientes de su impunidad. El vicio, y no los sentimientos familiares goza de prioridad. ¿Es ésto constitucional? ¿Es éste un Estado de Derecho? ¿Somos hombres libres o súbditos?

Daniel comenzó su carrera política con discursos callejeros seguido y aplaudido por un pequeño grupo integrado por Francisco Moreno, que muere en acción en Pancazán, Roberto Amaya y Hugo Medina, asesinados por Alesio Gutiérrez en Monseñor Lezcano, y el suscrito. Entonces Daniel no tenía nada que dar, y era peligroso acercársele, ahora le abundan “amigos”. Waleska, hija de Medina, me obsequió una foto de su padre que guardo con sentimental aprecio revolucionario.

El 12 de julio, siete días antes del triunfo, fui capturado por guardias disfrazados de sandinistas, un culatazo me distorsionó la columna, y, todo ¿para qué?, para que ahora un oscuro personaje que no disparó ni un petardo chino, investido de autoridad que no se ganó, venga a atormentarnos con su grúa distanciándonos de hijos y amistades y en mala hora, por la aproximación electoral. Se están generando odios, y el odio, ha sido la fuerza motriz que ha engendrado las grandes rebeliones. Si se ofende a un hombre, lo siente su familia, y cuando a muchos hombres, se habrá ofendido a un pueblo entero. Quien siembra vientos cosecha tempestades. El uso de la grúa puede tener su costo político. La matemática política enseña que es mejor multiplicar que restar.

El sábado 9 de abril presencié algo grandioso que me recordó los tiempos de heroica rebeldía. La grúa intentó llevarse el carro de una señora, la hicieron llorar, pero el pueblo enfurecido no lo permitió. La vida nos ha enseñado que tanto intimidaron los Garand del pasado, como las pistolas del presente, pero ya se le está perdiendo el miedo a las pistolas, como se le perdió a los Garand. “Nada hay más monstruoso –dice Aristóteles-, que la injusticia armada. La justicia es una necesidad social, porque el Derecho es la regla de la vida para la asociación política, y la decisión de los justo, es lo que constituye el Derecho”.

Hace algunos años, estando en El Nuevo Diario, mi editor, Ricardo Trejos Maldonado, me propició hablar con Daniel. Recordamos cuando para un “Primero de mayo” fuimos a hablar con Chagüitillo tratando de fusionar a obreros y estudiantes; cuando en casa de Pedro Turcios se le dio un Pergamino al Dr. Aquiles Centeno Pérez. Ahora estamos distanciados, el poder político y el dinero son factores disociadores. Samuel Santos fue mi amigo en la llanura, ahora ya no lo es. “Vanidad de vanidades, dijo el predicador, todo es vanidad”. La vida palaciega es pura ficción, la vida real la vive el pueblo llano.

Este pueblo está siendo irresponsablemente provocado, pero ya no quiere retornar a la montaña a “recomenzar –como el lobo- su aullido y su saña”. Mucho hemos sufrido.
Escritor y Poeta
Tel.: 2268-9093


22.04.16

viernes, 22 de abril de 2016

Ignacio Ramonet y yo




Ignacio Ramonet y yo
Manuel Aragón Buitrago

Durante el mes de marzo del 2006, visitó nuestro país el periodista franco-español Ignacio Ramonet, portador de un brillante currículum vitae; el ilustre visitante brindó una conferencia el 31 del mes mencionado en el Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica en la Universidad Centroamericana (UCA) de Managua.

Sin pretender opacar la brillantez de Ramonet, creo no obstante que estuvo dislocado en algunos aspectos de su discurso. No tuve la oportunidad de estar presente, pero supongo fue premiado con efusivos aplausos, como suele acontecer en dichos eventos.

Meditación, reflexión e investigación, son tres factores que me han decidido a diseccionar con el bisturí de la crítica lo expuesto por Ramonet, ya que en esta vida hay cosas que leo y oigo, que mi intelecto se resiste a digerir, y me recuerdan las palabras del ateniense Sócrates, cuando en el diálogo platónico Fedro le dice a este: “Algunas veces siento el deseo de enjuagar con palabras potables el amargor de lo oído”.

Para abreviar, extraeré en forma ordenada la parte medular del tema a discutir, lo cual expongo a continuación: “Montesquieu no pensó que era necesario crear otro poder para que la democracia fuera más perfecta”; “En el siglo XIX surgió un nuevo actor en la vida social: lo llamamos la opinión pública”.

“En Francia, la entrada en escena de la opinión pública que es a la vez la entrada en escena de los intelectuales, se produjo en torno a lo que se llamó el caso Dreyfus. Un capitán del ejército francés, Alfred Dreyfus, en la década de 1890 fue condenado por espiar a favor de Alemania, pero la opinión pública comenzó a movilizarse y se consiguió demostrar que Dreyfus no había sido condenado por espía sino porque era judío, y la opinión pública consiguió que se diese marcha atrás y se rehabilitase al capitán Dreyfus. Entonces surgió el término ‘Cuarto Poder’, que es una expresión francesa, aunque muy usada por los analistas norteamericanos.”

Todo lo anterior analizado a través de la lupa de Herodoto, la historia, me da como resultado el siguiente cociente:

Charles de Montesquieu, autor de El espíritu de las leyes, paso trascendental en la jurisprudencia moderna, no fue más allá de Aristóteles, quien ya en La política había definido los tres Poderes del Estados: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial: Libro VI, capítulos XI, XII y XIII respectivamente de la obra mencionada.

De acuerdo con Ramonet, la opinión pública y el término “Cuarto Poder” surgen en Francia en el siglo XIX.

La opinión pública nos la describe ya Miguel de Cervantes en 1605 en el “Prólogo” de la primera parte de Don Quijote de la Mancha de la manera siguiente: “Muchas veces tomé la pluma para escribille, y muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; y, estando una suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría, entró a deshora un amigo mío, gracioso y bien entendido, el cual, viéndome tan imaginativo, me preguntó la causa; y, no encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el prólogo que había de hacer a la historia de don Quijote, y que me tenía de suerte que ni quería hacerle, ni menos sacar a luz las hazañas de tan noble caballero.

Porque, ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de conceptos y falta de toda erudición y doctrina (…)?”

Ese antiguo legislador llamado vulgo a quien alude Cervantes, ¿no es pues ya, una opinión pública a quien se teme?

La entrada en escena de los intelectuales franceses se produce en el siglo XVIII mediante la publicación, por Denis Diderot y Jean D’Alembert, de la monumental Enciclopedia (1751-1772, 33 volúmenes), considerada madre nutricia de la Gran Revolución francesa.

El término “Cuarto Poder” es hijo del siglo XVIII, no del XIX, y su paternidad se le atribuye al inglés Edmund Burke (1729-1797). “A Burke dice mi fuente, célebre escritor, orador y político inglés, se le atribuye el haber designado así por primera vez a la prensa, dando con ello una prueba de su perspicacia política, pues en aquel entonces no había logrado la prensa aún, ni en la misma Inglaterra, la extraordinaria preponderancia que luego había de alcanzar en todos los países libres”.

El proceso Dreyfus

En este capítulo de su disertación, el yerro de Ramonet no puede pasar desapercibido por los conocedores de la historia. Pone como heroína a la opinión pública y a los intelectuales, cuando en realidad la susodicha opinión pública, la prensa, las autoridades judiciales, la Iglesia católica con sus huestes y los intelectuales estaban en contra de Dreyfus y a favor del Ejército.

El ítalo-francés, Émile Zolá, fue el verdadero héroe de esta jornada.

El 22 de diciembre de 1894, el capitán Alfredo Dreyfus, inculpado de traición, fue condenado por un Consejo de Guerra a la degradación militar y a la deportación perpetua a la Isla del Diablo, en la Guayana francesa.

Zolá, ya famoso escritor, en un principio creía en la culpabilidad de Dreyfus, y no fue sino hasta tres años después, en 1897, que, convencido de su inocencia, decide tomar partido en su defensa.

La publicación de uno de sus artículos sobre el asunto en el diario Le Figaro despierta cierto descontento en la administración del periódico; entonces, en busca de libertad y de un espacio no limitado, se decide por continuar su campaña a favor de Dreyfus por medio de folletos.

El Yo acuso, un bello detonante

La absolución por un Consejo de Guerra de Ferdinand Walsin Esterhazy, el verdadero culpable, el 11 de enero de 1898, impulsa a Zolá, en su tercer folleto, a enviar una carta al señor Félix Faure, presidente de la República. Ya en dicha carta Zolá estalla en indignación.

“Un Consejo de Guerra dice Zolá, obedeciendo órdenes, se ha atrevido a absolver a Esterhazy, afrenta suprema a toda verdad, a toda justicia. Este es el fin, Francia tiene esta mancha sobre la frente, y la Historia escribirá que bajo vuestra presidencia se cometió semejante crimen social. Puesto que ellos se han atrevido, yo me atreveré también. Diré la verdad porque he prometido decirla, en el caso de que la justicia, regularmente coactada, no la dijera, plena y completa. Mi deber es hablar; yo no quiero ser cómplice. Mis noches estarían turbadas por el espectro del inocente que expía, allá lejos, con la más afrentosa de las torturas, un crimen que no ha cometido”.

Zolá inicia su carta al presidente Faure con su escalofriante “Yo acuso”:

“Yo acuso al teniente coronel Paty de Clam de haber sido el diabólico obrero del error judicial, inconscientemente, quiero creerlo, y de haber defendido luego su obra nefasta durante tres años, mediante las maquinaciones más absurdas y culpables.

”Yo acuso al general Mercier de haberse convertido en cómplice, cuando menos, por debilidad de espíritu, de una de las más grandes iniquidades del siglo.

”Yo acuso al general Billot de haber tenido en sus manos pruebas irrefutables de la inocencia de Dreyfus y haberlas ocultado, habiéndose convertido así en cómplice de este crimen de lesa humanidad y de lesa justicia, con un objetivo político y para salvar al Estado Mayor comprometido.

”Yo acuso al general De Boisdeffre y al general Gonse de haberse convertido en cómplices del mismo crimen, uno por pasión clerical, sin duda, y el otro por ese espíritu de cuerpo que hace del Ministerio de Guerra un arca santa, inatacable.

”Yo acuso al general De Pellieux y al comandante Ravary de haber hecho un proceso perverso, y entiendo por esto un proceso de la más monstruosa parcialidad, de cuya ingenua audacia el informe del segundo es un monumento imperecedero.

”Yo acuso a los tres peritos calígrafos, los señores Belhomme, Varinard y Couard, de haber redactado informes mentirosos y fraudulentos, a menos que un examen médico los declare atacados de enfermedades de la vista y del juicio.

”Yo acuso, en fin, al primer Consejo de Guerra de haber violado el derecho, al condenar a un acusado por una prueba secreta, y acuso al segundo Consejo de Guerra de haber ocultado esta ilegalidad, obedeciendo órdenes, cometiendo a su vez el crimen jurídico de absolver a sabiendas a un culpable.

”Al formular estas acusaciones no ignoro que me pongo bajo el peso de los artículos 30 y 31 de la ley sobre la prensa de 29 de julio de 1881, que castiga los delitos de difamación, y me expongo voluntariamente.

”En cuanto a las personas que acuso, no las conozco, nunca las he visto, no tengo contra ellas ni rencor ni odio. Para mí solo son entidades, espíritus de descomposición social. El acto que cumplo hoy no es otra cosa que un medio revolucionario para apresurar la explosión de la verdad y justicia.

”Sólo tengo una pasión, la de la luz, en nombre de la humanidad que tanto ha sufrido y que tiene derecho a la felicidad. Mi protesta inflamada no es sino el grito de mi alma. Que osen, pues, llevarme ante el Tribunal y que el proceso se realice a la luz del día.

¡Espero!”

El único periódico que se atrevió a publicar la extensa carta de Zolá al presidente Faure fue el recién fundado L’Aurore, dirigido por su amigo y prominente político Jorge Clemenciau. Aparece publicada en el número 13 de dicho periódico en enero de 1898, ocupa toda la primera página, y en pocas horas se venden 300 mil ejemplares.

El 7 de febrero de 1898, Zolá comparece ante la Corte del Sena en París. El abogado general Van Cassel dictamina: “Por nuestro honor y por nuestra conciencia, ante Dios y ante los hombres, la respuesta del Jurado es: ¡culpable!”, y es sentenciado a un año de prisión y tres mil francos de multa.

Se apela de la sentencia, y el 23 de mayo comparece ante el tribunal de Seine-et-Oise. Aquí es tratado con incalificable grosería. El Tribunal es declarado incompetente para tratar del asunto y el caso es trasladado a Versalles.

El 18 de julio comparece en Versalles ante un ambiente completamente hostil. Abandona el Tribunal y es condenado por rebeldía a un año de prisión y tres mil francos de multa.

Sus amigos se reúnen y acuerdan que Zolá tiene que salir de Francia antes de que la sentencia le sea notificada personalmente. El mismo 18 de julio parte para Inglaterra.

Más tarde escribirá: “El 18 de julio de 1898 quedará como una fecha horrible en mi vida, la fecha en que pareció que perdía toda mi sangre. Fue el 18 de julio cuando, cediendo a una necesidad táctica, escuchando a los hermanos de armas que libraban conmigo la misma batalla por el honor de Francia, tuve que separarme de todo lo que amaba y sustraerme a todos mis hábitos de corazón y espíritu. Y después de tantos días de amenazas e injurias, esta brusca partida fue seguramente el más cruel sacrificio que se pudiera exigirme, mi suprema inmolación a la causa. Las almas bajas y oscuras, que se imaginaron y repitieron que yo huía de la prisión, dieron prueba tanto de villanía como de falta de inteligencia”.

Epílogo del drama

El 5 de junio de 1899 regresa de su autoexilio encontrando que la tempestad había amainado. De aquellos gritos: “¡Mueran los judíos! ¡Viva el Ejército! ¡Vivan los generales!, ¡Abajo Zolá!”, sólo quedaba el eco amortiguado por el tiempo en la intangible estela del recuerdo.

Clemenciau, evocando la condena, dirá más tarde en la tribuna del Senado: “Yo estaba allí cuando Zolá fue condenado; éramos doce y, lo confieso, nunca esperé un despliegue de odio semejante. Si Zolá hubiese sido absuelto, ninguno de nosotros habría salido vivo”.

Sévérine, otro de sus fieles amigos, describe lo siguiente: “Estuvimos en medio de la multitud, en plena locura, al bajar la escalinata del Palacio de Justicia. Y entonces vi al héroe con una altura que la humanidad no le ha conocido, solo a través de todos, contra todos, sobre todos; un hombre así merece el nombre de héroe. Era lento y miope; llevaba desmañadamente su paraguas bajo el brazo; tenía el aire de un hombre de estudio. Pero cuando bajó una a una las gradas del Palacio de Justicia, entre los gritos de la turba, los clamores de muerte, bajo una bóveda de bastones levantados, era como un rey descendiendo bajo un arco de espadas la escalera del Ayuntamiento, o como Matho bajando la gran escalera de Cartago en Salambó. Es la más grande que he visto en mi vida, porque era el triunfo de una conciencia, de una verdad, de una individualidad”.

Zolá no prestó el servicio militar porque era miope, y cuando el general De Pellieux le echó esto en cara, le respondió: “Hay muchas maneras de servir a Francia. Se la puede servir con la espada y con la pluma. El general De Pellieux ha ganado sin duda grandes victorias. Yo he ganado las mías. Con mis obras la lengua francesa ha llegado a todo el mundo: esas son mis victorias. Dejo a la posteridad el nombre del general De Pellieux y de Emilio Zolá, ella escogerá”.

Dreyfus estuvo prisionero en la Isla del Diablo 12 años, de 1894 a 1906. Fue reincorporado al ejército, pero no ascendido. Aun peleó en la Primera Guerra Mundial, 1914-1918.

El 21 de septiembre de 1902 se rindió a la muerte el hombre que había dicho: “Siempre estaré en el partido de los vencidos”. El dictamen médico fue “Asfixia por óxido de carbono”.

En su libro Opiniones (1906), en el artículo “El ejemplo de Zolá”, Rubén Darío nos dice lo siguiente: “Me informan y hay que averiguar esto bien, que Dreyfus ha dado para el monumento que se levantará a Zolá trescientos francos… ‘¡Trescientos francos!’ Si esto es verdad, ese rico israelita, me atrevería a jurarlo, ha sido culpable del crimen que lo llevó a la Isla del Diablo”.

El protagonismo audaz, brillante y desinteresado de Zolá en el Proceso Dreyfus, no puede borrarse así, porque así, de los archivos de la historia de la humanidad. Lo que soy yo, me resisto a escanciar la copa del olvido con que Ramonet brindó a su auditorio.


Semanario 7 DIAS, Edición 519 del 21 al 27 de Mayo del 2007

domingo, 17 de abril de 2016

DARIO POR DARIO




DARIO POR DARIO

Manuel Aragón Buitrago

Inicialmente pensé titular este esbozo, “Ni genio, ni original”, pero, dado el caso qué, renunciando a mi discurso le cedo la intervención medular a Darío, opté por el cambio.
En esta festividad del primer centenario de la muerte de Darío, se ha caído hasta lo indecible en una vorágine de alabanzas al poeta que no conoce límites, se ha llegado a colmar el sentido del empalago. Pseudos escritores salidos de las tenebrosas tinieblas de la ignorancia, han sido publicitados hasta el mareo y el empacho cerebral. Afortunadamente, la ilustración, es una impenetrable coraza para el hombre culto, pero el daño ocasionado en el pueblo ignorante es irreversible. “el orador – dice Sócrates-, no tendrá ventajas sobre las personas instruidas”.

“El objeto de la deliberación – enseña Aristóteles-, no es el objeto sobre que pueda deliberar un imbécil o un demente; sino sobre el que delibera un hombre que está en pleno goce de su razón”. En efecto, siguiendo el consejo del estagirita, no voy a contender con quienes no me van a entender. Si Darío aconseja odiar a los tontos, de acuerdo al precepto cristiano, más bien hay que compadecerlos a pesar del daño que hacen a terceras personas. “El tonto es vitalicio – sentencia el respetable Don José Ortega y Gasset-, es como esos insectos que no hay manera de extraer fuera del orificio en que habitan, no hay manera de desalojar al tonto de su tontería”.

Cedo, pues, la palabra, a Don Rubén Darío, que él se encargue de convencer a sus adoradores de que no fue, ni genio, ni original. En el Tomo I, de sus Obras Completas editadas por Afrodísio Aguado, cuenta en su autobiografía: “Yo tenía, desde hacía mucho tiempo como una viva aspiración el ser corresponsal de La Nación, de Buenos Aires. He de manifestar que fue en ese periódico donde comprendí a mi manera el manejo del estilo, y que en ese momento fueron mis maestros de prosa dos hombres muy diferentes: Paúl Groussac y Santiago Estrada, además de José Martí, pero de un modo decidido, Groussac fue para mí el verdadero conductor intelectual”.

Si este testimonio no basta, sus confesiones en su artículo “Los colores del estandarte” quizás redima del error en que se ha vivido. Oigámosle: “Tengo, por fin, que tratar de mi obra y de mí mismo. Los maestros que me han conducido al galicismo mental de que habla Don Juan Valera, son, algunos poetas parnasianos, para el verso, y usted, para la prosa. Si, Groussac con sus criticas teatrales de La Nación, en la primera temporada de Sara Bernard, fue quien me enseñó a escribir, mal o bien, como hoy escribo. Conocí al señor Groussac en Panamá, cuando él iba a la exposición de Chicago y yo venía a Buenos Aires vía París. Ya era el santo de mi devoción destinado a ocupar un puesto en mis futuras hagiografías literarias. Le visité con la emoción de Heine delante de Goethe. Es la verdad: delante de la autoridad magistral, delante de los espíritus superiores, soy modesto y respetuoso”.

“En Europa conocí a algunos de los llamados decadentes, a los buenos y a los extravagantes. Elegí a los que me gustaron para el alambique. A cada uno le aprendía lo que me agradaba, lo que cuadraba a mi sed de novedad y a mi delirio de arte los elementos que constituirían después un medio de manifestación individual.” Usted lo ha revuelto todo en el alambique de su cerebro”, dice el siempre citado Valera”.

El Sabio argentino José Ingenieros, amigo de Darío en sus días bonaerenses, expone: “Seguir una escuela es la manera infalible de no tener estilo personal. En cualquier arte, sólo puede adquirir estilo propio quien repudia escuelas y detesta modas, pues unas y otras tienden a imponer marcos prestados a las inclinaciones naturales”.

“El mérito principal de mi obra, si alguno tiene – dice Darío-, es el de una gran sinceridad, el de haber puesto mi corazón al desnudo, y de haber abierto de par en par las puertas y ventanas de mi castillo interior”.
No hay que profanar su memoria cerrando las puertas y ventanas que él nos abrió, sería herirle su desnudo corazón. Asomémonos a su castillo interior y disfrutemos sus confesiones.

Por divulgar su pensamiento hasta hoy escondido suspicazmente, hay quienes desean condenarme, como Don Quijote a Sancho Panza, “al áspero mandamiento del silencio”, pero aún queda mucho por desentrañar en la Caja de Pandora. Esperen.


Escritor y poeta
Tel. 2268-9093