martes, 9 de septiembre de 2014

OBRA Y MUERTE DE GARCIA LORCA





DEDICATORIA


Ing.
Bayardo Cuadra:


Después de mucho deambular por los laberintos de mi cerebro en busca de cómo empezar, he leído detenidamente las dedicatorias que de sus obras hicieron Cervantes al duque de Béjar y al conde de Lemos, y Maquiavelo a Lorenzo de Médicis, encontrando en ellas un índice de sumisión servil, para mí, no acostumbrado a incensar a un semejante, reprobable en hombres de tan grande y esclarecido intelecto, quedando en cambio complacido, el saber por el contrario, cómo el sabio argentino José Ingenieros, dedicó su tesis de graduación al humilde portero de la Facultad, y, al ser requerido por tan inusitado hecho, respondió: “ Yo he venido aquí a demostrar la calidad de los conocimientos adquiridos, y no a que se me reprenda por mis afectos” .

Yo, mi estimado ingeniero, por los numerosos servicios de usted recibidos, y el afecto hacia su persona que ellos han generado en mí, dedícole este merecido reconocimiento al más grande poeta de mi predilección, a quien aprecio no tanto por su poesía como por su don de gentes. García Lorca no fue un ser humano al igual que nosotros, fue un Eros que descendió del Olímpo y se humanizó, fue un hombre-amor que jamás practicó el capital pecado de discriminar a los humildes, como acostumbran hacerlo quienes no valen tanto como él. Ignoró siempre, no obstante el relevante estado económico familiar, la locura humana del rango social.

Ruégole pues, recibir esta ofrenda, con el único valor del inapreciable oro de mi agradecimiento.

Atte.



Manuel Aragón Buitrago.

FEDERICO GARCIA LORCA


Manuel Aragón Buitrago

Es este un modesto homenaje de un pequeño poeta de la Granada de Nicaragua, al más grande poeta de la Granada española. Para escribir sobre la vida de un hombre de la calidad humana de García Lorca, preciso es hacerlo con el corazón en la mano y la más diáfana y respetuosa reverencia. Hombres con el espíritu de Federico, se dejan ver por este planeta a lo largo de los tiempos, como los cometas en el espacio sideral. No son hombres, “son ángeles que bajan a la Tierra”, como los que bajaron a escuchar la serenata de Schubert. Monto pues en alado Pegaso, y echo a galopar mi pluma confiado en que las Musas me serán propicias.

Nació Federico en Fuente Vaqueros, Granada, el 5 de junio de 1898 por la noche. Es por eso que dijo en cierta ocasión: “Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos: del gitano, del negro, del morisco, que todos llevamos dentro”. Como en estas páginas trato de hacer “la anatomía de un hombre”, como dijera Ortega y Gasset, cedo la palabra a Ana María Dalí, hermana del pintor Salvador Dalí: “Ha dicho alguien que García Lorca era como un cisne, que fuera del agua es pesado y sin gracia, pero que apenas se desliza por el lago, no sólo es bellísimo, sino que irradia belleza a cuanto le rodea. Así era, realmente; fuera de su ambiente, que era recitar, tocar guitarra o el piano y hablar de cosas que le interesaran, su rostro, duro y preocupado, tenía una expresión inteligente, rebosante de vitalidad, pero no eran muy atractivos ni su figura, poco esbelta y cuadrada, ni sus movimientos, más bien pesados. Apenas, sin embargo, se encontraba en su ambiente, adquiría movimiento, y todo él parecía de una elegancia perfecta. La boca y los ojos armonizaban de modo tan admirable, que no se podía permanecer insensible al gran atractivo que se despedía de su persona. Las palabras fluían, entonces, agudas y penetrantes, y la entonación de su voz, más bien ronca, era de una belleza única. Todo quedaba transformado a su alrededor. Federico era de una gran sencillez. Aunque seguramente, comprendía su mucho valer, nunca tuvo la enorme pretensión que siempre fue la característica de mi hermano Salvador”.

El sevillano Vicente Aleixandre, Premio Novel 1977 y poeta de la generación del 27 como él, lo recuerda así: “Su corazón no era ciertamente alegre. Era capaz de toda la alegría del Universo; pero su sima profunda, como la de todo gran poeta, no era la de la alegría. Quienes lo vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido, no le conocieron. Su corazón era como pocos, apasionado, y una capacidad de amor y de sufrimiento ennoblecía cada día más aquella noble frente. Amó mucho, cualidad que algunos superficiales le negaron. Y sufrió por amor, lo que probablemente nadie supo. Recordaré siempre la lectura que me hizo, tiempo antes de partir para Granada, de su última obra lírica, que no habíamos de ver terminada. Me leía sus “Sonetos del amor oscuro”, prodigio de pasión, de entusiasmo, de felicidad, de tormento, puro y ardiente monumento al amor, en que la primera materia es ya la carne, el corazón, el alma del poeta en trance de destrucción. Sorprendido yo mismo, no pude menos que quedarme mirándole y exclamar: “Federico, ¡qué corazón! ¡Cuánto ha tenido que amar, cuánto que sufrir! Me miró… y se sonrió como un niño”.

Según José Martí, los hombres van en dos bandos: “Los que odian y destruyen, los que aman y edifican”. Federico fue designado por la naturaleza para pertenecer al segundo grupo. “Toda especie humana tiene su carácter y su sello”, señala el germano Herman Hesse. En García Lorca, no hubo duplicidad fáustica como en Darío, hasta el final de su vida amó a los humildes, a los marginados, hasta llegar a pagar con su vida, como un Cristo nuevo, ese inclaudicable amor. “Hoy en España, decía, se escribe en el teatro para el piso principal, y se quedan sin satisfacer la parte de butacas. Escribir para el piso principal es lo más triste del mundo. El público virgen, el público ingenuo, que es el del pueblo, no comprende cómo se le habla de problemas de los patios de la vecindad despreciados por él”. En ésto, el espíritu de Federico pareciera gemelo del de Mark Twain, quien en carta a su amigo Andrew Lang en 1890 le decía: “El sutil estrato de la humanidad –la clase culta– tiene que ser aplacada, deleitada, animada, alimentada y cuidada con exquisiteces y delicadezas, no cabe duda; pero dedicarse a atender a ese reducido sector, paréceme que no es ocupación digna y laudable, porque se limita a alimentar a los que ya están bien nutridos, y eso no tiene gran mérito. A mi entender, los que merecen el esfuerzo de levantarlos, no son los que ya están salvados, esa pequeña minoría, sino la masa inmensa de los incultos, que están debajo. La masa no verá nunca a los grandes maestros, porque esos son para pocos. A mí se me ha interpretado mal desde el principio. Jamás he intentado contribuir a la cultura de las clases cultas, ni aspiré a ello en absoluto, sino que siempre busqué “la caza mayor, las masas”. Rara vez he tratado deliberadamente de instruirlas, pero he hecho cuanto he podido por divertirlas. Entretenerlas, sencillamente, ha colmado mis aspiraciones más queridas en todo momento. Francamente, nunca me he preocupado por las clases cultas; ellas pueden ir al teatro y a la ópera, ni yo ni el acordeón les dicen nada”.

“La conciencia social de Federico, había nacido probablemente en los años de la Residencia de Estudiantes”, tan contrarios a su bienestar personal”, recuerda su coetáneo, el malagueño Emilio Prados. Y esa conciencia de la justicia social se afirmó aún más en él durante su estadía como estudiante en Columbia University (1929-1930), en donde escribió sus poemas “Poeta en Nueva York”. En lectura pública de uno de estos poemas a su regreso a Madrid, dice: “El Crysles Building se defiende al sol como un enorme pico de plata, y, puentes, barcos, ferrocarriles y hombres, los veo encadenados y sordos, encadenados a un sistema económico cruel al que pronto habrá que cortarle el cuello”.

La descripción que Federico hace de Nueva York, palidece ante la que de él  hace el neoyorquino Henrry Miller en su libro “Trópico de cáncer”: “Cuando pienso en la ciudad en la que nací y me crié, ese Manhattan que Whitman cantó, una rabia fría y ciega me lame las entrañas”, dice Miller. Darío también habla de su crítico estado social en su poesía “La gran cosmópolis”: “Casas de cincuenta pisos, servidumbre de color, máquinas, diarios, avisos, ¡y dolor, dolor, dolor!”.

El primero de mayo de 1936, envió a María Teresa de León este telegrama: “Yo saludo afectuosamente a todos los trabajadores de España, unidos en este día por el violento deseo de una sociedad más justa”. En junio del mismo año, un mes antes del estallido de la guerra civil, contestaba a la pregunta de un periodista de como juzgaba la famosa teoría “del arte por el arte”: “Ese concepto del arte por el arte es una cosa que sería cruel si no fuera afortunadamente cursi. En este momento dramático del mundo, el artista debe llorar y reír con su pueblo. Hay que dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango hasta la cintura para ayudar a los que buscan las azucenas”.

COMO DEBE SER EL TEATRO

“El teatro, confiesa Federico, fue siempre mi vocación. He dado al teatro muchas horas de mi vida. El teatro es la poesía que se levanta del libro y se hace humana, y al hacerse humana, habla y grita, llora y se desespera. El teatro necesita que los personajes que aparezcan en la escena lleven un traje de poesía y al mismo tiempo que se les vean los huesos, la sangre, Han de ser tan humanos, tan horrorosamente trágicos, y ligados a la vida con una fuerza tal, que muestren sus traiciones, y que salgan a sus labrios toda la valentía de sus palabras, llenas de amor o de ascos. Lo que no puede continuar es la supervivencia de los personajes dramáticos que hoy suben a los escenarios llevados de las manos de sus autores. Son personajes huecos, vacíos totalmente, a los que sólo es posible ver a través del chaleco: un reloj parado, un hueso falso, o una caca de gato, de esas que hay en los desvanes”.


EL TEATRO UNIVERSITARIO “LA BARRACA”

En 1923 fundó el teatro universitario “La Barraca”, teatro ambulante, para, a lo gitano, llevar diversión a los campesinos. La Barraca estaba constituida por actores profesionales y estudiantes universitarios. “A mi me interesa, decía, más la gente que habita el paisaje que el paisaje mismo. Yo puedo estarme contemplando una sierra durante un cuarto de hora; pero enseguida corro a hablar con el pastor o el leñador de esa sierra”.

“Formar parte de “La Barraca” era el sueño de todo estudiante que, amante del teatro y admirador de García Lorca, se exaltara ante la idea de pasar sus veranos yendo de pueblo en pueblo a representar bajo las estrellas ante un público atento y sencillo. Descubrimiento recíproco: el estudiante descubría al pueblo y éste al estudiante. Los de La Barraca ensayaban en cualquier parte, no tenían un local, pero aún así el entusiasmo por su labor teatral era grande, pero así como se terminó la República Española, terminó este grupo teatral”. Federico afirmó: “La Barraca es para mí toda mi obra, la obra que me interesa, que me ilusiona más todavía que mi obra literaria, por ella muchas veces he dejado de escribir un verso o de concluir una pieza, entre ellas Yerma, que la tendría ya terminada si no me hubiera interrumpido para lanzarme por tierras de España, en una de esas estupendas excursiones de mi teatro”.

EL POETA HABLA DE LA POESÍA

“La creación poética, dice, es un misterio indescifrable, como el misterio del nacimiento del hombre, del dolor del hombre, y la injusticia constante que mana del mundo, y mi propio cuerpo, y mi propio pensamiento, me evitan trasladar mi casa a las estrellas. El poeta que va a hacer un poema tiene la sensación de que va a una cacería nocturna. Un miedo inexplicable rumorea su corazón (lo sé por experiencia propia), pero el poeta debe ir a su cacería limpio y sereno. Hay a veces que dar grandes gritos en la soledad poética para ahuyentar a los malos espíritus que quieren llevarnos a los halagos populares. El poeta debe tapar sus oídos como Ulises ante las sirenas.
En mis conferencias he hablado a veces de la Poesía, pero de lo único que no puedo hablar es de mi poesía. Eso hay que dejárselo a los críticos y profesores”.
CONFERENCIA EN BUENOS AIRES

En 1934 Federico viajo al Uruguay y a la Argentina. En Buenos Aires  dio una conferencia que tituló “Teoría y Juego del duende”, que a continuación transcribo fracmentariamente: “Desde el año 1918, que ingresé en la Residencia de Estudiantes de Madrid, hasta 1928, en que la abandoné, terminados mis estudios de Filosofía y Letras, he oído en aquel refinado salón, cerca de mil conferencias. No. Yo no quisiera en esta sala ese terrible moscardón del aburrimiento, que ensarta todas las cabezas por un hilo tenue de sueño y pone en los ojos de los oyentes unos grupos diminutos de puntas de alfiler”.

En toda Andalucía, roca de Jaén y caracola de Cádiz, la gente habla constantemente del duende y lo descubre en cuanto sale con instinto eficaz. El maravilloso cantaor, “El lebrijano”, decía: “Los días que yo canto con duende, no hay quien pueda conmigo”; la vieja bailarina gitana, “La Malena”, exclamó un día oyendo tocar a Brailowsky un fracmento de Bach: “¡Olé! ¡Eso tiene duende!” Manuel Flores, gran artista del pueblo andaluz, el hombre con mayor cultura en la sangre que he conocido, dijo, escuchando a Manuel de Falla su nocturno del Generalife, esta espléndida frase: “Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende”, y a uno que cantaba, le decía: “Tú tienes voz, tú sabes los estilos, pero no triunfarás nunca, porque no tienes duende”. Y no hay verdad más grande.

Esos sonidos negros son el misterio, las raíces que se clavan en el limo que todos conocemos, que todos ignoramos, pero de donde nos llega lo que es sustancial en el arte. “Sonidos negros”, dijo el hombre popular de España, y coincidió con Goethe, que hace la definición del duende al hablar de Paganini, diciendo: “Poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica”.

Así, pues, el duende es un poder, y no un obrar, es un luchar, y no un pensar. Yo he oído decir a un viejo maestro guitarrista: “El duende no está en la garganta; el duende sube por dentro desde la planta de los pies”. Es decir, no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; de sangre, de viejísima cultura, de creación en acto.

Este “poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica”, es, en suma, el espíritu de la tierra, el mismo duende que abrazó el corazón de Nietzsche, que lo buscaba en sus formas exteriores sobre el puente de Rialto, o en la música de Bizet sin encontrarlo, y sin saber que el duende que él perseguía, había saltado de los misteriosos griegos a las bailarinas de Cádiz.

Así pues, no quiero que confundan al duende, con el demonio teológico de la duda, al que Lutero, con sentimiento báquico, le arrojó un frasco de tinta en Nurember, ni con el diablo católico, destructor y poco inteligente, que se disfraza de perra para entrar en los conventos, ni con el mono parlante que lleva el truchimán de Cervantes en la comedia de los celos y las selvas de Andalucía. El duende de que hablo, es descendiente de aquel alegrísimo demonillo de Sócrates que lo arañó indignado el día que tomó la cicuta. “Todo hombre, todo artista –dirá Nietzsche-, cada escala que sube en la torre de su perfección, es a costa de la lucha que sostiene con un duende”, no con un ángel, como se ha dicho, ni con su Musa. Es preciso hacer esa distinción fundamental para la raíz de la obra.

El ángel guía, regala y deslumbra, vuela sobre la cabeza del hombre, está por encima, derrama su gracia, y el hombre, sin ningún esfuerzo, realiza su obra.

La Musa dicta, y, en algunas ocasiones sopla. Los poetas de musa oyen voces y no saben de dónde, pero son de la Musa que los alienta y a veces se los merienda. La Musa despierta la inteligencia, pero la inteligencia es muchas veces la enemiga de la poesía, porque imita demasiado, porque eleva al poeta en un trono de agudas aristas, y le hace olvidar que de pronto se lo pueden comer las hormigas o le puede caer en la cabeza una gran langosta de arsénico contra la cual no pueden las Musas.

Ángel y musa vienen de fuera; el ángel da luces y la musa da formas; al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre. La verdadera lucha es con el duende.

Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Solo se sabe que quema la sangre como un tópico de vidrios, que agota, que rechaza toda dulce geometría aprendida, que rompe los estilos. Los grandes artistas del sur de España, gitanos o flamencos, ya canten, ya bailen, ya toquen, saben que no es posible ninguna emoción sin la llegada del duende.

Una vez, la “cantaora” andaluza Pastora Pavón, “La niña de los Peines”, sombrío genio hispánico, cantaba en una tabernilla de Cádiz. Jugaba con su voz de sombra, con su voz de estaño fundido, con su voz cubierta de musgo, y se le enredaba en la cabellera, o la mojaba en manzanilla, o la perdía por unos jarales oscuros y lejanísimos. Pero nada; era inútil. Los oyentes permanecían callados. Entonces, La Niña de los Peines se levantó como una loca, tronchada igual que una llorona medieval, y se bebió de un trago un gran vaso de cazalla como fuego, y se sentó a cantar sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrazada, pero… con duende. Había logrado matar todo el andamiaje de la canción para dejar paso a un duende furioso y abrasador, amigo de vientos cargados de arena, que hacía que los oyentes se rasgaran los trajes casi con el mismo ritmo con que se los rompen los negros antillanos del rito apelotonados ante la imagen de Santa Bárbara.

La niña de los Peines tuvo que desgarrar su voz porque sabía que la estaba oyendo gente exquisita que no pedía formas, sino tuétano de formas, música pura con el cuerpo sucinto para poder mantenerse en el aire. Se tuvo que empobrecer de facultades y de seguridades; es decir, tuvo que alejar a su musa y quedarse desamparada, que su duende viniera y se dignara luchar a brazo partido. ¡Y cómo cantó! Su voz ya no jugaba, su voz era un chorro de sangre digna por su dolor y su sinceridad, y se abría como una mano de diez dedos por los pies clavados, pero llenos de borrasca.

La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas sobre planos viejos, da sensaciones de frescura totalmente inéditas, con una calidad de rosa recién creada, de milagro, que llega a producir un entusiasmo casi religioso.

En toda la música árabe, danza, canción, alegría, la llegada del duende es saludada con enérgicos “¡Alá, Alá!”, “¡Dios, Dios!”, tan cerca del “¡Olé!” de los toros; y en todos los cantos del sur de España la aparición del duende es seguida por gritos de “¡Viva Dios!”, profundo, humano, gracias al duende que agíta la voz y el cuerpo de la bailarina, evación real y poética de este mundo. Naturalmente, cuando esa evasión está lograda, todos sienten sus efectos: el iniciado, viendo como el estilo vence a una materia pobre, y el ignorante, en el no sé qué de una auténtica emoción.

Hace años, en un concurso de baile de Jerez de la Frontera se llevó el premio una vieja de ochenta años contra hermosas mujeres y muchachas con la cintura de agua, por el solo hecho de levantar los brazos, erguir la cabeza, y dar un golpe con el pie en el tabladillo; pero en la reunión de musas y de ángeles que había allí, bellezas de forma y bellezas de sonrisa, tenía que ganar y ganó, aquel duende moribundo que arrastraba por el suelo sus alas de cuchillos oxidados.

Todas las artes son capaces de duende, pero donde encuentra más campo es en la música, en la danza y en la poesía hablada, ya que éstas necesitan un cuerpo vivo que interprete, porque son formas que nacen y mueren de modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto.

Muchas veces el duende del músico pasa al duende del intérprete, y otras veces, cuando el músico o el poeta no son tales, al duende del intérprete, y esto es interesante, crea una nueva maravilla que tiene en la apariencia, nada más, la forma primitiva, tal es el caso de la enduendada Eleonora Duse, que buscaba obras fracasadas para hacerlas triunfar gracias a lo que ella inventaba, o el caso de Paganini, explicado por Goethe, que hacia oír melodías profundas de verdaderas vulgaridades, o el de una deliciosa muchacha del Puerto de Santa María, a quien yo le ví cantar y bailar el horroroso cuplé italiano ¡O Mari!, con unos ritmos, unos silencios y una intención que hacían de la pacotilla italiana una dura serpiente de oro levantada. Lo que pasaba era que, encontraba alguna cosa nueva que nada tenía que ver con lo anterior, que ponían sangre viva y ciencia sobre cuerpos vacíos de expresión.

Todas las artes, y aun los países, tienen capacidad de duende, del ángel y de musa; y así como Alemania tiene musa, e Italia tiene ángel, España está todo el tiempo movida por el duende como país de música y danza milenaria, donde el duende exprime limones de madrugada”.

La virtud mágica del poema consiste en estar siempre enduendado, porque con duende es más fácil amar, comprender, y es seguro ser amado, ser comprendido.

En España tiene el duende un campo sin límites sobre los cuerpos de las bailarinas de Cádiz, elogiadas por Marcial, sobre los pechos de los que cantan, elogiados por Juvenal. El duende opera sobre el cuerpo de la bailarina como el aire sobre la arena, en todo momento opera sobre los brazos con expresiones que son madres de la danza de todos los tiempos. El duende no se repite, como no se repiten las formas del mar en la borrasca.

España es el único país donde la muerte es el espectáculo nacional, donde la muerte toca largos clarines a la llegada de las primaveras, y su arte está siempre regido por un duende agudo que le ha dado su diferencia y su claridad de invención.

Cada arte tiene, como es natural, un duende de modo y forma distinta, pero a todos unen raíces en un punto de donde manan los sonidos negros. Pero… ¿Dónde está el duende? Por el arco vacío entra un aire mental que sopla con insistencia sobre las cabezas de los muertos en busca de nuevos paisajes y acentos ignorados; un aire con olor de saliva de niño, de hierba machacada y velo de medusa que anuncia el constante bautizo de las cosas recién creadas”.

SUS OBRAS TEATRALES

Sus obras de teatro, no tan numerosas como las de Shakespeare, pero sí de suficiente calidad artística cómo para satisfacer el paladar del flemático público inglés, en los años 80 se estuvieron exhibiendo durante tres meses en los teatros londinenses. De estas obras vale la pena recordar: Yerma, La casa de Bernarda Alba, Mariana Pineda y Bodas de sangre.

De Bodas de sangre ha llegado a mis manos un interesante reportaje fechado 29 de agosto de 1987, que con sumo placer transcribo para deleite del lector: “La verdadera novia de “Bodas de sangre”, Francisca Cañadas Morales, que contaba con 84 años de edad, falleció en la madrugada del pasado 9 de agosto en Níjar, Almería, población española donde en 1928 ocurrió el “crimen de Níjar”, que inspiró a Federico García Lorca para escribir su obra. El sacerdote de Níjar, Joaquín Gutiérrez, que conoce a los protagonistas de la historia, recordó a periodistas y pobladores jóvenes del pueblo, los pormenores del trágico suceso.

El crimen de Níjar ocurrió el 24 de julio de 1928. En la madrugada de ese día, horas antes de que se celebrara la boda, Francisca Cañadas Morales dejó plantado a su novio, Casimiro Pérez Morales, y huyó a lomos de una mula con su primo Francisco Montes Cañadas. A unos kilómetros, Montes cayó muerto a tiros, mientras que a Francisca intentaron estrangularla, pudiendo salvarse al simularse muerta.
Desde aquel día, la familia ha pensado que Francisca había cometido una ofensa irreparable a toda la población. La mentalidad de entonces la ha alcanzado hasta el último día de su vida. Periodistas y escritores de todo el mundo han desfilado durante el último medio siglo en busca de algún testimonio de Francisca Cañadas, conocida con el sobrenombre de “la coja”, con resultados infructuosos.
Hablar con esta mujer suponía enfrentarse a hijos y nietos, quienes celosamente la han tenido apartada. La evasivas más absurdas se han producido ante periodistas venidos desde Estados Unidos o el Canadá.

El paso del tiempo había dejado el vigor de una mujer ilusionada por su boda en un cuerpo reducido y consumido por un silencio voluntario o, quien sabe si obligado por la tradición de un pueblo, Níjar, muy sensibilizado por el amor y la sangre. No obstante, el sacerdote afirmó que “Francisca ha sido una mujer piadosa y una catequista que celebraba oraciones diariamente”.

El entierro de Francisca Cañadas, la novia del crimen de Níjar, sirvió para que en la población planeara de nuevo la figura del novio real, Casimiro Pérez, de 87 años que reside en un barrio de Níjar. Desde el día de la boda Casimiro no ha dirigido palabra alguna a Francisca. En octubre de 1985, durante una conversación con el periodista español Antonio Torres, Casimiro Pérez rechazó ver una foto de Francisca. Casimiro vive en la actualidad con Josefa Segura, con la que contrajo matrimonio tras el desengaño amoroso, en una casita baja, situada a escasos metros del mar, en la barriada pesquera y turística de San José.

Los concurrentes al entierro de Francisca, se encontraron en el cementerio ante la tumba de otro testigo, muerto a cartuchazos durante el día de la boda. Se trata del joven Francisco Montes, que se fugó con su prima Francisca horas antes de que ésta contrayese matrimonio con Casimiro Pérez, que desde el día del entierro es el único protagonista real vivo de aquella tragedia, inmortalizada por García Lorca con el título de “Bodas de sangre”.

EL POETA ES ASESINADO

Es España el único país europeo que más tiempo permaneció bajo dominio extranjero. Los romanos dominaron la Península 629 años; los visigodos 299; los árabes 781, para sumar 1,709 años. Romanos y árabes les llevaron cultura, pero la babarie goda se hizo en ella medular dentro y fuera de sus fronteras. El despotismo, la dureza de un funcionario español, civil o militar, es herencia goda. Esencialmente no han cambiado. Hace pocos años, una humilde mujer nicaragüense que con gran sacrificio económico acudió a España con su hija enferma, sin piedad fue devuelta del aeropuerto. Pareciera que la maldad les produce deleitosos orgasmos satánicos.

España ha vivido en constante ebullición bélica, tanto dentro como fuera de ella sin provecho alguno. La historia registra en ella cuatro revoluciones, la ultima 1854-1856, además de las guerras carlistas, 1833-1840, 1872-1876. Cuando han habido estas revueltas, se ha instalado siempre la godocracia, y los primeros en salir en estampida son los poetas, intelectuales y profesionales de la educación.
En la guerra civil, 1936-1939, el general franquista Millan Astray que llamó a sus hombres “Galápagos de pellejo duro”, entró a la sala donde Unamuno dictaba su cátedra, gritando: “¡Muera la inteligencia, viva la muerte!”. Razón tuvo José Bergamín al exclamar: “Por un lado, el orden multiforme de la vida, por el otro lado, el desorden uniformado de la muerte”. Fue el inicio del holocausto.

De los poetas, Miguelito Hernández, el humilde pastorcillo de Orihuela fue paseado de cárcel en cárcel hasta que murió de tuberculosis. Antonio Machado murió en mayor pobreza en Francia. ¿Y García Lorca? No logró escapar. El 18 de agosto, en la madrugada, fue capturado por “La Brigada Negra” en casa de sus amigos falangistas los Rosales. Lo captura Ramón Ruiz Alonzo, católico conservador granadino, director del periódico “El Ideal”, y fusilado en Viznar, Granada, entre el 19 y 20 de agosto.

Y es Marcelle Auclair, una francesa que escribió “Vida y muerte de García Lorca”, quien llegó más cerca de la verdad, así como identificar el lugar donde lo asesinaron y el de su enterramiento; los facistas, además de que trataron de ocultar su asesinato, también trataron de ocultar el lugar de su tumba, para que no fuese tomada como lugar de peregrinación de sus muchos admiradores. Auclair, quien realizo sus investigaciones en 1966, dice: “¿Jugaron las autoridades, al principio la carta del olvido? ¿Pudieron suponer que después de algunas manifestaciones de indignación, la obra de Lorca dormiría durante largos años y cuando saliera de lo que se llama “el purgatorio”, las circunstancias de su muerte ya no interesarían a nadie? Si algún erudito se interesaba, acaso su mente se confundiría en medio de pistas falsas y contradicciones”.

RAÚL GONZÁLEZ TUÑÓN RECUERDA A FEDERICO

“En un acto celebrado en Córdoba, en septiembre de 1936, dice el argentino, rendimos homenaje a García Lorca, quien acababa de ser fusilado por un coronel indigno. Allí, donde cayó Federico, contra el muro del cementerio de Granada, “donde ya no cabían más cadáveres”, al decir de Fernando de los Ríos, pudieron colocar un cartelito con esta leyenda: “Fusilado por inteligente”. Con su asesinato ofendieron a la dignidad humana, a la gracia del mundo, a la poesía”.

Mataron a Federico porque él era uno de los símbolos de la España popular, del espíritu progresista. Porque aún no siendo militante, no era indiferente. Estaba en todo; en el canto y en la vida, en la copla y en el poema civil, de pie sobre la tormenta, en medio de los hechos sociales de su tiempo, clamando por la trasformación de la vida.
Hay una página conmovedora de Federico, un poema que nos dijo alguna vez en la taberna de Pascual, en la calle de la Luna, o en la del Pozo, en la de la Palma o en la Cervecería de Correos, o en cualquier otra parte de Madrid, estando todos juntos en espera de la aurora: La niña ahogada en el pozo. Porque una niña amiga de él, se ahogó en un pozo, en una granja cercana a Nueva York.

¡Cómo reluce su poesía, su teatro poético, su cara oscurecida por el sol granadino! En España fue fusilada la poesía. Hasta hoy, todos los días la fusilan. En otras partes del mundo la fusilan; en nuestro país la fusilan. La fusilan atropellando a la Universidad, persiguiendo y dividiendo a los obreros. La fusilan quienes quieren convertir a nuestro país de tantas y tantas posibilidades, cargado de futuro, en un sombrío gendarme de Norteamérica. Pero aquí, como en España, al desorden uniformado de la muerte, opondremos el orden multiforme de la vida.

Yo fuí uno de los asiduos parroquianos de la Cervecería de Correos, donde él presidía con su luminoso ingenio una peña de escritores y artistas. Casi a diario le vimos hasta el día en que organizó para nosotros un banquete memorable de despedida en la calle de la Luna. No sospechábamos que estábamos viviendo entonces las vísperas de la gran tragedia española. Las vísperas de la muerte del querido amigo.

Por aquellos tiempos él solía salir con su teatro ambulante, “La Barraca”, por esos caminos de España. Le vieron codearse con la gente aldeana, entrar a la casa de los pobres, bendecir a los niños. En el Mesón del Segoviano nos hablaba de una próxima tragedia andaluza que no alcanzó a escribir, sobre el tema del niño que adoraba a su jaca, un niño víctima de la incomprensión del padre terrateniente.

Cuando una vez, con La Barraca, se disponía a representar en la plaza pública de Fuenteovejuna la obra del mismo nombre de Lope de Vega, y supo que habían presos políticos en la cárcel local, reclamó y obtuvo del alcalde la libertad de ellos para que pudieran asistir a la función”.

LA INDIGNACIÓN DE NERUDA

En su “Canto General”, en su poesía a otro poeta mártir, Miguel Hernández, el bardo chileno alza su voz y grita: “Que sepan los malditos que hoy incluyen tu nombre en sus libros, los Dámaso Alonso, los Gerardo Diego, esos hijos de perra, silenciosos cómplices del verdugo, que no será borrado tu martirio, y tu muerte caerá sobre esa luna de cobardes”, y, elegíaco, canta: “En el fondo del pozo de la historia, como un agua más sonora y brillante, brillan los ojos de los poetas muertos. Tierra, pueblo y poesía son una misma entidad encadenada por subterráneos misterios. Cuando la tierra florece, el pueblo respira la libertad, los poetas cantan y muestran el camino. Cuando la tiranía oscurece la tierra y castiga las espaldas del pueblo, antes que nada, busca la voz más alta, y cae la cabeza de un poeta al fondo del pozo de la historia. La tiranía corta la cabeza que canta, pero la voz en el fondo del pozo, vuelve de los manantiales secretos de la tierra y desde la oscuridad sube por la boca del pueblo”.

Para honrar la memoria del poeta mártir, rubrico este ensayo con su bella poesía “La casada infiel”.

“Y que yo me la llevé al río creyendo que era mozuela, pero tenía marido. Fue la noche de Santiago y casi por compromiso. Se apagaron los faroles y se encendieron los grillos. En las últimas esquinas toqué sus pechos dormidos, y se me abrieron de pronto como ramos de jacintos. El almidón de su enagua me sonaba en el oído, como una pieza de seda rasgada por diez cuchillos. Sin luz de plata en sus copas los árboles han crecido, y un horizonte de perros ladra muy lejos del río. Pasadas las zarzamoras, los juncos y los espinos, bajo su mata de pelo hice un hoyo sobre el limo. Yo me quité la corbata, ella se quitó el vestido, yo el cinturón con revólver, ella sus cuatro carpiños. Ni nardos ni caracolas tienen el cutis tan fino, ni los cristales con luna relumbran con ese brillo. Sus muslos se me escapaban como peces sorprendidos, la mitad llenos de lumbre, la mitad llenos de frío. Aquella noche corrí el mejor de los caminos, montado en potra de nácar sin bridas y sin estribos. No quiero decir por hombre, las cosas que ella me dijo, la luz del entendimiento me hace ser muy comedido. Sucia de besos y arena, yo me la llevé del río. Con el aire se batían las espadas de los lirios. Me porté como quien soy, como un gitano legítimo. Le regalé un costurero grande de raso pagizo, y no quise enamorarme, porque teniendo marido, me dijo que era mozuela cuando la llevaba al río”.


Escritor autodidacto
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